Hacía tiempo que no escribía, mucho menos a mano (esto estaba en una hoja de mi cuaderno, pero me gusta ordenar todo lo que escribo en este blog). Pero "las noches extrañas" han vuelto. Antes no sabía por qué venían, qué eran o qué querían. Luego, fui confundiéndolas con tristeza, aflicción y frustración, y más tarde entendí que eran pensamientos que me quitaban el sueño, eran inquietudes que no me dejaban dormir Hoy que es sólo un pensamiento, es un solo interrogante que me perseguirá hasta que le halle una respuesta:

¿Cuál es el sentido de la vida?

Recuerdo todas las veces que leí textos de Filosofía en los que constantemente se hablaba de la GRAN pregunta acerca del sentido de nuestra existencia, y me parecía tan en vano plantearse tal cuestionamiento... Sin embargo, no me daba cuenta de que esas interminables "noches extrañas", como las había denominada cuando comenzaron, eran exactamente eso: esa pregunta.

No tengo la respuesta a esa pregunta, y no sé si alguna vez la tendré... Si no la han encontrado los grandes filósofos de la historia, sería hasta cómico pretender encontrarla yo... Pero, sin embargo, puedo imaginarme esa respuesta, puede verla, aunque no describirla. Y sólo sé que es terriblemente subjetiva.

Abuelo.

Mi abuelo nació y se crió en este barrio, Alta Córdoba. Por eso, cuando sus hijos vinieron a estudiar a esta ciudad, quiso que vivieran aquí. Casi se funde aquel año por comprarles esta casa. Pero miren qué sabia decisión, que hoy, décadas después, aquí estamos sus nietas y su bisnieta viviendo en la casa que pagó con el sudor de su frente.
Mi abuelo sólo tiene el séptimo grado, si es que llegó a terminarlo. A los 11 ó 12 años dejó el colegio para trabajar y ayudar a mantener a sus tres hermanos mayores que estaban estudiando. Esos tres tuvieron la oportunidad de tener una carrera universitaria, él ni siquiera terminé el secundario.
A los 16 años se emancipó para poder viajar solo y seguir trabajando. Empezó como peón, fue subiendo de cargos y finalmente pudo abrir sus propios negocios y ser patrón.

Es una de las personas más inteligentes y cultas que jamás conocí. Mi mamá me cuenta que en un máster de Administración de Empresas que ella hizo les enseñaban cosas que mi abuelo le había enseñado ya hacía años. Nunca lo vi usar una calculadora para calcular nada, incluso con números de muchas cifras. Hacía los cálculos mentalmente tan rápido que no le daba tiempo a mi mamá de tomar la calculadora.

También es el hombre mas sencillo y leal que jamás conoceré, estoy segura. Nunca necesito nada más de lo que verdad necesitaba. Y digo esta frase tan redundante porque el resto de los humanos creemos necesitar cosas que en realidad son innecesarias. Él no, él comprende perfectamente la diferencia entre utilidad y exceso. Todo en su vida debe estar allí por una razón, cumpliendo un rol. Recuerdo incluso que una vez me contó que a mi abuela la eligió porque iba a ser una buena madre para sus hijos, tan simple como eso. Así también le fue leal a ella y a cuanto se cruzó por su vida, con la firmeza de una roca. Nunca supe que haya cometido traición alguna. Nunca lo oí quejarse tampoco, más que de política (¡Todo culpa de Perón y de los zurdos!) y la sociedad en decadencia (porque todo pasado fue mejor), pero jamás de su ropa, de la comida, de sus hijos o nietos, de su esposa... El hogar fue siempre sagrado. Tampoco jamás lo vi dejar pasar algo que estaba mal, y esto aplica desde una persiana rota en la casa hasta un pobre diablo que necesitara una mano.

Otra cosa que recuerdo es que cuando eramos niños, él cobraba su jubilación y todos los meses religiosamente la repartía en la cantidad de nietos que tenía y nos daba una parte a cada uno. Esos regalos fueron los que me enseñaron a ahorrar y me ayudaron a comprar muchas de las cosas que más deseaba.

Mi abuelo también es, para mí, el olor a café con leche y tostadas. Tostadas con aceite de oliva y sal, por supuesto, como buen gallego. Recuerdo las veces que dormíamos en su casa y nos despertaba a las 6 am preparándonos el desayuno con ese olorcito tan especial. Eran los únicos días del año en los que íbamos al colegio sin prisa a la hora correspondiente. Era tan fácil despertarse a horario en aquella casa. Quizás era ese inconfundible olor el que no permitía que uno siguiera durmiendo y lo disponía a levantarse de buen humor.

No sé si todo esto que recuerdo es tan cierto pero, si llega a no serlo, es simplemente porque idealizo demasiado a mi abuelo y mi profunda admiración y amor por él no me permiten ser del todo objetiva. De cualquier forma, lo único que puedo asegurarles completamente es que ha sido el único hombre que amé en mi vida.
La adolescencia no se termina.
La adolescencia se mata. Nos la matan.
Creo que sigo siendo una adolescente,
a pesar de los múltiples intentos del mundo de matar mi mal llamada inmadurez.
Me creo, a pesar de todo, más madura que el resto de la gente de ese mundo.
El mundo no entiende mis ideas ni mis ideales,
porque el mundo se rige por estructuras impuestas
y se basa en la falta de cuestionamiento de las mismas.
Madurar es, a mi inmaduro parecer, ser capaz de cuestionarlas y romperlas.
Pero en este mundo, se llama maduro a quien más las respeta.
Soy una adolescente aún, por creer que puedo vivir sin dichas imposiciones,
porque ser adulto es haber sido despojado de esa esperanza,
es vivir creyendo que no se puede, no porque de verdad no se pueda,
sino porque terminamos creyendo que un límite inexistente nos cerca,
y no podemos ver que en realidad ese límite no existe,
que en realidad no está ahí, que en realidad no hay nada ahí,
y que cruzándolo, ahí sí, está todo.
Nunca quise llegar a la adultez, porque eso significaría que no me cuestioné cosas cuestionables,
que no fui en contra de lo que podía estar en contra,
que no rompí lo que podía romper para rehacerlo de manera diferente...
significaría que imposiciones sin sentido me ganaron,
que me dejé vencer, que dejé que mataran mi adolescencia.